Medio tomate y un puñado de mercurio
(por Carmen Alonso Núñez, “Mamen”)
La última vez que vi a mi tío Luís estaba sentado a la mesa tomándose, con cuchillo y tenedor, el medio tomate con sal gorda que le servían para postre.
Eran las tres y media de aquel día de últimos de junio del año en que mi prima Chelo y yo, que teníamos la misma edad, aprobamos la reválida de cuarto. En el comedor de verano de mis tíos, una habitación sin ventana en la planta baja de la casa de Almadén, se estaba fresco.
La tía Pilar, mi prima Chelo y yo, sentadas las tres a la mesa frente a él, esperábamos en silencio a que terminara su medio tomate y nos permitiera levantarnos; la tía para irse a dormir la siesta a su sillón de mimbre del patio, y Chelo y yo, para podernos ir a bañar a la alberca de la huerta como todas las tardes.
La tía Pilar había elegido el mejor de los tomates recién traídos de su huerta, lo había lavado ella misma, y lo había cortado en dos, para colocar la jugosa mitad inferior en un plato de los pequeños, frente a su marido.
Nunca supe por qué ninguna de nosotras tomaba postre, ni siquiera el medio tomate sobrante; aunque reconozco que no me importaba. En mi casa me obligaban a tomar fruta al terminar de comer, pero en la de mis tíos podía evitarlo sin que nadie hiciera un drama por ello. Los dramas, en aquella familia, se hacían por otras cosas: porque la comida estuviera salada, o sosa, o el agua demasiado fría, o demasiado caliente, o porque la tía le hubiera interrumpido al hablar fuera de tiempo, o porque Chelo se hubiera sentado a la mesa con los cordones de las zapatillas desatados. Por lo que fuera, el tío Luís las miraba a través de los cristales ahumados de sus gafas y les insultaba durante un rato sin importarle nada que yo lo escuchara. Ni que le pudieran oír Josefina, la muchacha, o Pepita, la enfermera, si se encontraba trabajando en el laboratorio. El tío Luís gritaba y gritaba, pero siempre con su fría sonrisa que ahora recuerdo como un rictus.
Sus insultos se mezclaban con el aroma del tomate en su punto de sazón y con el olor a Luky que llevaba untado en su pelo recién peinado; aquel gel de color verde que utilizaban los dos hermanos, el tío Luís y mi padre, y que dejaba sus cabezas brillantes y lisa. Eso era lo único que tenían en común el tío Luís y mi padre: el fijador. A decir verdad, todos los hombres de entonces lo usaban.
Tampoco mi prima y yo nos parecíamos. Ella era rubia y blanca, y tenía los ojos casi transparentes, muy diferente de los demás de la familia que somos de ojos oscuros. Decían que así había sido la tía Pilar de niña, pero yo nunca lo creí.
El tío Luís, como todos los días, se había levantado de la cama a la hora de comer.
Esa tarde, como todas las tardes, terminó su medio tomate, se limpió las comisuras de los labios con una esquina de la servilleta, se levantó y se fue a su laboratorio de análisis. Aquel era el momento que esperábamos Chelo y yo para levantarnos de la mesa y salir corriendo por los bañadores.
Cuando era niña, todos los veranos, mis padres me mandaban con los tíos y mi prima a pasar una temporada.
El tío Luís era un médico muy raro y tenía un genio malísimo. Trabajaba por la tarde en su laboratorio y se quedaba allí hasta el amanecer; por eso, al día siguiente dormía hasta que la tía Pilar lo despertaba para la comida. La tía Pilar y el tío Luís dormían en habitaciones separadas, al contrario que mis padres, que dormían apretados en una cama de las dos que tenían en su dormitorio por si alguna vez uno de ellos se ponía enfermo.
La consulta del tío Luís estaba en un pabellón al otro lado del patio de aquella casa enorme y, por las noches, escuchaba música clásica que ponía a todo volumen en un tocadiscos en su laboratorio. En las noches calurosas, por la ventana abierta del cuarto que yo compartía con Chelo en la galería superior que también daba al patio, entraba el ruido de los grillos mezclado con aquella música. En aquel tocadiscos, Chelo ponía música de Elvis Presley cuando su padre no estaba y las dos nos colábamos allí. Nos encerrábamos en el laboratorio los domingos por la tarde, cuando él se iba al casino.
Mi prima bailaba muy bien el rock and roll. Tenía discos de colores que su madre le compraba a escondidas cuando iba a Madrid a la modista; a Chelo le encantaba Elvis Presley cuando, con trece años, todas las demás nos volvíamos locas por el Dúo Dinámico.
Cuando nos encerrábamos en el laboratorio, Chelo sacaba del armario la bata de Pepita, la enfermera, y agarrándola por los extremos de las mangas la lanzaba arriba y abajo y la pasaba entre sus piernas como si fuera una pareja de baile ligera y flexible. Daba saltos, volteretas, y hasta hacía el pino agarrada a la bata blanca que parecía un fantasma.
Yo, mientras tanto, me entretenía jugando con el mercurio.
Me fascinaba aquel metal líquido contenido en un gran frasco de cristal sobre la encimera de baldosines blancos del laboratorio. El fluido plateado y viscoso que yo sacaba por el pequeño grifo que tenía el recipiente en la parte inferior. Lo vertía en un vasito de cristal del laboratorio para después pasarlo una y otra vez de una mano a otra, estrujarlo en mi puño y sentir cómo se escurría entre mis dedos.
Cuando Chelo bailaba, la bata que le servía de pareja de baile desprendía un olor empalagoso, el mismo olor que su dueña, Pepita, la enfermera del tío Luís. Pepita era una mujer pequeña pero llamativa, demasiado rubia para ser natural, que atendía a los pacientes por la mañana y les tomaba las muestras de sangre y orina. Después de esa tarea, Pepita se marchaba para volver por la tarde un rato. El tío Luís empezaba su trabajo un poco antes de que ella se fuera y lo continuaba hasta que salía el sol. Entonces se acostaba, en habitación distinta que la tía. Me chocaba eso porque mis padres siempre se acostaban juntos, en la misma cama aunque en su cuarto había dos por si alguno de ellos se ponía malo.
Lo pasábamos muy bien allí cada una en nuestro mundo: Chelo cantaba y sudaba bailando con la música de Elvis y yo disfrutaba recogiendo con cuidado las mil gotas en las que se rompía el puñado de mercurio cuando resbalaba de mi mano y caía sobre la bancada del laboratorio.
El tío Luis insultaba muchísimo a mi prima. Cuando lo oía, no me parecía que fuera su padre; la trataba muy mal. Y por si fuera poco, la tía Pilar nunca la defendía. Quizá fuera también por miedo, no sé. Los tíos eran my raros, tan distintos de mis padres, que no parecía que fueran família. La tía Pilar, , para disculparle después de cada bronca, decía: “mi marido tiene el sistema nervioso alterado”, como si eso fuese una enfermedad.
Ese fue el último día que vimos al tío Luís. En cuanto terminó su tomate, se levantó de la mesa y desapareció en su laboratorio. Chelo y yo salimos corriendo a buscar nuestros bañadores para irnos andando hasta la huerta, como todos las tardes.
También dejamos de ver a Pepita. El último día que Chelo y yo la vimos estaba como siempre sacando sangre a los pacientes y recogiendo sus frascos con la orina, botellas de todo tipo, de cerveza, de gaseosa, de cualquier cosa; les adhería etiquetas que mojaba en una esponja húmeda, y escribía sus nombres en las hojas de análisis. Cada vez que sonaba el timbre de la puerta, Pepita, sin dejar lo que estaba haciendo, tiraba de una cuerda que recorría la pared y que, mediante un sistema de poleas, llegaba hasta el pestillo de la puerta de entrada. De esta manera Pepita abría a quien llamara sin parar de pinchar, pegar etiquetas y escribir en aquellas hojas.
Desde casa hasta la huerta e la alberca había dos kilómetros y, a esas horas, el sol estaba tan alto que las casas no daban sombra. Pasábamos mucho calor andando pero todos los días íbamos contentas.
Menos esa tarde.
A mi prima le empezaron a caer lágrimas. Ella decía que eran gotas de sudor, pero yo no la creí. Juanilla, la guardesa, le decía: “niña, sudas más que los titiriteros”, y cuando Chelo le preguntaba por qué decía eso, ella contestaba que era un dicho del pueblo.
Aquella tarde yo sabía que mi prima no sudaba. Lo que mojaba su cara eran lágrimas y bien gordas; me dijo que su padre la había llamado mona del circo. Se limpiaba con las palmas de las manos y se las secaba en aquella falda de tela rizada de colores que a mi me gustaba tanto, sin dejar de andar mirando al suelo.
Eso no era lo peor que yo le había oído al tío Luís, ni mucho menos. El tío Luís llamaba a su hija de todo: bruta, torpe, animal de bellota, mula manchega, menos por su nombre, de todo. La mayoría de las veces sin ningún motivo. Aquel día la había visto haciendo el pino contra la pared del patio y se había inventado un nuevo insulto: mona del circo.
Nos pasábamos la tarde en la huerta sin importarnos el sol, ni siquiera a Chelo que era tan blanca, porque aguantábamos metidas en el agua verde de la alberca hasta que se nos arrugaban los dedos. A Chelo en todo el verano sólo se le pelaba la nariz porque no salía de la alberca.
Jugábamos a adivinar lo que decíamos debajo del agua. Entre el borboteo que salía de su boca, ella decía: “Odio a mi padre, lo odio, lo odio y lo odio”; pero yo nunca me atreví a decirle que la entendía. Me daba mucha pena de ella porque mi padre no era como el suyo, aunque fueran hermanos. Yo decía: “Me gusta Antonio, me gusta, me gusta y me gusta”: Lo decía muy deprisa para que ella tampoco me entendiera, y pensaba en el niño pastor que nos miraba de lejos sin atreverse a hablarnos. Ella con sus secretos, yo con los míos.
Como a todos, a mí también me daba miedo el tío Luís. Cuando jugaba con el mercurio en el laboratorio, se me escurría de la palma de la mano y se estrellaba contra los baldosines. Entonces las pequeñas gotas corrían a toda velocidad por la mesa y yo buscaba con prisa algún papel para recogerlas, para que al día siguiente él no notara nada.
Un día tomé una hoja de análisis del cajón que tenía más cerca. Mientras pasaba el filo del papel por la mesa me fijé en cómo las bolitas metálicas resbalaban por encima de aquellas palabras tan raras que había escritas en la hoja, “he-mo-glo-bi-na, leu-co-ci-tos, he-ma-ti-es, a las ocho en la estación, Pepita, glu-co-sa, al-bú-mi-na, estaré allí sin falta, Luís”. Todo eso leí en aquella nota.
Recogí el mercurio deprisa y lo vertí de nuevo en el frasco. También guardé aquella extraña hoja de papel en su sitio.
Al mediodía del día siguiente, el tío Luís no estaba en la cama cuando la tía Pilar fue a despertarlo para comer. Tampoco encontró su ropa en el armario ni su tocadiscos en el laboratorio. Y Pepita, la enfermera, tampoco se presentó a trabajar. La tía gritó mucho cuando descubrió que su marido no estaba en su cama, y siguió llamándole a voces mientras lo buscaba en el laboratorio y por toda la casa, pero dejó de gritar cuando vio el armario vacío. Se empezó a tranquilizar cuando echó en falta el tocadiscos y se relajó del todo cuando yo abrí el cajón y le enseñé mi descubrimiento: la hoja de análisis.
Chelo leía el papel que yo tenía entre mis manos por encima de mi hombro derecho y la tía por encima de mi hombro izquierdo. Las dos contuvieron la respiración por un rato y después me miraron sonrientes. Luego se miraron la una a la otra y se abrazaron.
La tía Pilar mandó picar hielo y preparó limonada. Nos hizo sentar a una a cada lado del sofá de mimbre del patio. Ella se sentó en medio y abrazándonos nos contó una historia.
“Hace trece años, en las fiestas”, empezó la tía Pilar, “un grupo de acróbatas extranjeros llegó al pueblo. Una de ellos, embarazada, casi una niña, sudaba y sudaba”. Chelo la escuchaba sin pestañear. La tía Pilar continuó:
“Vosotras, ya sabéis como vienen los niños al mundo ¿verdad?”, nos preguntó la Tía Pilar. Chelo y yo asentimos aunque de ese tema supiéramos poco y mal.
“Pues la chica rompió aguas en la función” siguió la tía Pilar, “y la trajeron a casa. Pepita, que estaba acostumbrada a la sangre y yo la asistimos en el parto. Fue fácil, Tú eras muy chiquitina, ¿sabes Consuelo?” dijo acariciándola, “y tan bonita”.
Para entonces Chelo ya había comprendido.
“Los demás acróbatas”, continuó la tía, “siguieron con la función como si no pasara nada, sudando también, pero de verdad, y al día siguiente vinieron a buscar a la joven. Ella se marchó sin tan siquiera hablar. Así tuve a mi hija, a la que quiero más que a nadie en el mundo. Ahora ya se lo puedo decir”.
Terminó su relato la tía Pilar y las dos lloraron abrazadas y sonrientes. Después, nos tomamos toda la jarra de la estupenda limonada que había preparado la Josefina.
Cuando ya el tío Luís no estaba, la tía Pilar se sentaba a la mesa en el lugar que había ocupado siempre su marido, pero no comía tomate. De postre tomábamos bombones de licor envueltos en papel de plata de colores que alisábamos con el mango del cuchillo.
La tía Pilar dormía largas siestas en su tumbona de mimbre del patio y todas las tardes se iba a la novena y después al paseo a tomarse una horchata con sus amigas.
Chelo dejó de sudar en nuestras caminatas a la huerta y yo dejé de entender lo que me decía debajo del agua de la alberca porque no paraba de reír y reír y se me hacía difícil.
Ya no pude jugar más con el mercurio porque cerraron el laboratorio, pero no me importó nada. Mi prima Chelo se compró una radio de transistores y me enseñó a bailar el rock and roll con la música de los cuarenta principales.
Por las noches, la tía Pilar nos daba un beso a cada una y nosotras abríamos la ventana del cuarto que daba al patio y nos dormíamos escuchando tan solo el canto de los grillos y nuestros pensamientos.
-----------------------------------
No hay comentarios:
Publicar un comentario